4.11.2011

¿Cómo desaparecer completamente?

Era un escritorio ordinario, con papeles desparramados sobre la superficie barnizada. Pero en él se formulaban miles de historias, miles de pensamientos, charlas, risas, llantos. Era solo un mueble pero para mí era el ‘escritorio de mis historias’. Y los papeles, que para muchos parecerían solo montonones de hojas inservibles, eran borradores de mis más locos y brillantes pensamientos.


Era una habitación solitaria.

Mi habitación.

Cuando los problemas eran demasiados, yo solía ir allí.


El picaporte de la puerta era el portal que me enviaba a un mundo lleno de criaturas fantásticas, aquel lugar en el que existían muchos amigos y en el que era la heroína que, aun totalmente cansada y fastidiada, jamás se daba por vencida, jamás perdía la esperanza.

Mi madre solía llamarla “tu cueva”, porque jamás salía de allí a menos que fuese totalmente necesario. En la puerta, rezaba un cartel que decía: “No entrar. Troles cuidando los aposentos de la Princesa”. Dentro, había colgado una enorme manta con formas raras de diversos colores, que representaban los miles de mundos en los que viajaba continuamente. Diferentes, sí. Pero todos conectados en algún punto.

La música sonaba allí cuando no leía, también cuando escribía. La música era importante en mi extraño reino. La pintura y las palabras también. Eran la base de todo él, de toda mi nación, de todo lo que debía mantenerse intacto. Los libros, ordenados, aunque un poco amontonados, casi no entraban en el compartimiento grande del mueble que les había designado. La televisión, solo prendida pocas veces, estaba empolvada y resguardaba a unas figuritas que, coloridas y tremendamente diminutas, descansaban sobre su marco.


Estaba segura de que mis figuras miniaturas despertarían por la noche.

Soñaba.

¡Solo estúpidos sueños!



Sucedió que, una noche, mientras dejaba en el buró mi más reciente adquisición: Comer, Rezar, Amar; un ángel, como de esos que yo creaba con la imaginación, bajó desde una masa colorida, con escarcha cayendo a su alrededor, con sus cabellos negros y ondulados flotando como si estuviese sumergido en agua, me visitó. Con sus relucientes ojos me invitó a acompañarle en un viaje a través de los tiempos, a través de los mundos siderales, a través de todo. No podía desaprovechar una oportunidad así: acepté.


La chica desaparecía.

Su pregunta había sido contestada:

¿Cómo desaparecer completamente?

Lo había deseado muchísimas veces.


-No estoy aquí –murmuré para mi misma. El ángel sonrió. -No estás allí, querrás decir. Ahora no existes, ahora viajas… Ahora eres todo. -Esto no está sucediendo –dije. -Tú lo quisiste así. ¿Recuerdas?


Los gritos de mamá no cesaron cuando azoté la puerta, cuando puse llave.

La música sonó fuerte, estruendosa.

Los libros, en un ataque de furia, cayeron sobre la cama.

Los dibujos de mis mundos, que había realizado a lo largo de mucho tiempo, fueron tirados por mis manos hacia el vacío.

Las hojas cayeron, ondeándose.

Fueron mis gritos los que escuché.

Fueron mis lágrimas las que saboreé.

Mis sueños se rompieron. Mi alma se derrumbó.

Ya no importaba nada, porque jamás viajaría a la fantasía.

Ya estaba harta de todo.

Y entonces la flor roja, que descansaba en aquella capsula de cristal y agua, me pareció totalmente idónea. Idónea para morir.

Los fragmentos de cristal cayeron, las esquirlas se enterraron en mis manos y un gran pedazo se deslizó en mi muñeca.



-Recuerdo –dije. –Ahora lo recuerdo todo. Y mientras estaba parada allí, mi cuerpo se rebeló ante mi. Me acuclillé en el suelo, lloré por mí, por mi vida, por todo lo que había perdido. -Necesitas perdonarte –dijo él. Tocó mis cabellos con un delicado y suave gesto de su mano. Me dio un beso en la frente y susurró: -Perdónate.


Aquella luz me cegó, como cuando se observa directamente el foco de una linterna. Aquella luz me acunó, junto a las alas de aquel hermoso ángel y acurrucada, partí a un mundo mejor.



FIN



Ana Arcia